Sexualidad y patriarcado

Sexualidad y patriarcado

Hablar de sexualidad y patriarcado es hacerlo de la tormenta perfecta en la generación de incontables seres infelices por incompletos a lo largo de la historia de la humanidad desde que la sociedad mutó al patriarcado, y de esto hace ya varios cientos de miles de años. Calculen entre 500 y 600 mil años.

Hablar de patriarcado es hacerlo de dominio, subyugación, poder, visión patrilineal masculina de la vida en todas sus esferas. Y cuando se habla de dominio, subyugación, se hace desde la posición histórica en la que una parte somete a otra, la presencia masculina a la femenina que luego, además del género, se ha ido extendiendo hacia otras esferas como la de la libertad en la orientación sexual.

Una sociedad que construye sus estructuras en base a la anulación de la otra mitad complementaria es una sociedad a todas luces incompleta, amputada. Es exactamente como si al nacer nos amputaran la mano izquierda para que no seamos zurdos al escribir, aplaudir o tocar. Un criterio que dicen de algo llamado cultura patriarcal, aunque llamarle cultura es una aberración.

Por tanto si hablamos de patriarcado y sexo casi estaríamos hablando de una falta absoluta, a día de hoy, de educación afectiva sexual como parte del crecimiento personal y espiritual del ser humano desde su infancia por mor de una absurda y falaz moralidad dominante bajo el manto de una creencia religiosa que en sus orígenes ni siquiera se planteaba la represión interior como parte de ese crecimiento. Estamos hablando de una falsa sexualización basada en desagregar los afectos de la relación sexual dejando de poner en el centro, por tanto, el caudal de emociones positivas que surcan nuestra vida cuando sentimos pasión, cuando el fuego del amor y el sexo se mantiene vivo. Hablar de patriarcado, en el contexto de una educación afectiv-sexual, es justo no hablar de expresar afectos, sentimientos, deseos sino de reprimirlos, inhibirlos. Es no hablar de libertad y de amor como mecanismo enaltecedor de cualquier relación habida cuenta que la cultura dominante se encarga de trasladarnos un concepto de amor total falso. El amor-mercancía es el que se da esperando algo a cambio, el que mira de reojo, el que se entrega a medias en una relación. El amor como sinónimo de dolor, sufrimiento, en lugar de placer, satisfacción, el de atadura vitalicia en lugar de cogenerar un proyecto común con quienes vamos compartiendo nuestros sentimientos.

El amor patriarcal no permite que se hable de libertad ni tampoco de igualdad entre seres que vibran en similares frecuencias para caminar juntos ya que la igualdad pone en jaque a la misma estructura de poder y dominio.

El amor en libertad solo obliga desde y para el amor. El amor patriarcal es utilitarista ya que, a día de hoy, supedita las relaciones sexuales desde el control en sus múltiples formas disfrazadas de formalismos y patrones de creencias. Hay que casarse o estructurar la relación (por lo civil, rito religioso o declararse como pareja de hecho) para tener derechos, hay que procrear porque, de lo contrario, te hacen sentir mal, no puedes disponer de tu cuerpo porque dicen no te pertenece (...) ni de tu voluntad ni de tu capacidad de discernir o elegir.La sexualidad, en las actuales estructuras, queda relegada a conocimientos teóricos más que prácticos, al aprendizaje tardío o al acceso temprano a la pornografía como vehículo de dicho aprendizaje dejando exclusivamente en manos de esta oscura industria lo que un adolescente pueda saber sobre sexo que, a fin de cuentas, se va a resumir en meter y sacar sin más generando, además, sentimiento de frustración por no tener un pene de 25 cms o ella unas tetas de película, o no siendo capaz de mantener una erección más de 15 minutos en el mejor de los casos.

La educación sexual no existe en la práctica social como si de escribir o leer se tratase. Ni en las etapas de enseñanza obligatoria ni en las familias.Y desgraciadamente, en pleno S. XXI, no solamente no se aborda sino que se cercena tal posibilidad o cuando se hace es desde cierta mojigatería pero rara vez desde el rigor intelectual. Le llamamos tabú.

La sociedad tiene mucho trabajo por delante para dar un salto evolutivo, de calidad, en conocer la propia sexualidad tanto como la ajena, en conocer y reconocer esa energía como fuente de liberación en un sentido profundo de la palabra, siendo la clave la liberación de la ignorancia que genera miedo, temor, duda, vacilación, culpa, apegos...Una de las tareas es abrir espacios de debate para el conocimiento colectivo y una práctica saludable -en su extensión- de las relaciones sexuales.

La negación de la sexualidad como fuente de vida

Vivir la sexualidad con plenitud es fuente de felicidad ya que su sustento es el placer y éste lo hace en la alegría. Pero cuando secamos la fuente, no la alimentamos adecuadamente o impedimos que brote el resultado es un ser infeliz en su raíz y, en consecuencia, una sociedad amputada, eunuca.

Negar la sexualidad (sobre todo igualitaria) como fuente de vida, placer, alegría, ha sido la tónica dominante en la sociedad occidental prácticamente desde los albores de la expansión del cristianismo como doctrina oficial del Imperio Romano bajo el mandato de Teodosio "El Grande", algo así como un talibán afgano a día de hoy.

El cristianismo se convierte en cuerpo doctrinal impuesto, sectario, como pensamiento único dominante en el que paralelamente va creciendo una moral lejana de los principios del amor entre iguales. La mujer termina por ser laminada de la historia y, con ella, cualquier atisbo de dar visibilidad a las relaciones libres entre hombres y mujeres a la par que entre mujeres y, también, entre hombres como venía siendo corriente hasta la Roma "pagana". En el S. IV de la e.c. vamos dando paso, preparando el terreno hacia el milenio oscuro llamado Edad Media y que no se rompe hasta el S. XV con el movimiento cultural Renacentista plagado de gente sabia autodidacta.

Y una de las cuestiones existenciales sacrificadas, perseguidas, tabuizadas, es la libre sexualidad como relación entre iguales de forma natural. Se impone la doble moral, la privada y la pública, la del poderoso y el pobre. Obviamente todo este entramado forma parte de la arquitectura del patriarcado donde la represión de los sentimientos, las emociones, es cada vez más feroz. La edad dorada de los conventos y monasterios coincide, casualmente, con la de la época oscura medieval que, a su vez, fortalece las posiciones patriarcales. La mujer, como seña de identidad de la igualdad, es apartada y perseguida por bruja bajo el poder inquisitorial. Con la misma virulencia crece la persecución de la mujer libre como curiosamente la permisividad de los burdeles. La mujer no puede ser sujeto de placer sino objeto de placer. Si es sujeto (libre) entonces es una furcia, ramera, meretriz. Su misión es casarse, procrear, cuidar de la prole que "Dios mande al mundo", negando cualquier posibilidad al placer. Tú te abres de patas, te dejas penetrar y poco más. La mujer, de esta forma, generación tras generación ha ido perdiendo su capacidad de disfrute, su poder sobre sí misma hasta la enajenación de su voluntad al servicio del hombre, del pater. El sexo como experiencia vital de disfrute queda para la literatura fantasiosa pero no para la vida cotidiana llena de posibilidades. Y así, de esta forma, el hombre creció en poder pero no en madurez porque tener el control de cuándo follas no significa de cuándo disfrutas. Lo que le jode al patriarcado es que la mujer alce la voz diciendo que ella también sabe de orgasmos aunque los haya olvidado en el camino, pero que pueden recuperarse. Es tan solo ponerse a practicar sin hombre. Están los artilugios y los dedos para tener placer. Negar la propia sexualidad, como suele hacer el hombre, al entender que la masturbación es cosa de solteros sin novia no es más que apuntalar un sistema de pensamiento caduco y decadente. Negar la sexualidad autónoma, inicialmente, y la forma de compartirla es negarse a vivir con plenitud. Negarle la sexualidad a otras personas por su condición de género u orientación sexual es secar un río que nace. Y negar la sexualidad es negar el amor como mandamiento supremo de las relaciones interpersonales.